lunes, 28 de noviembre de 2011

Perder el norte

Las casas que salen en los anuncios siempre son así: de anuncio.
En el último del cacao soluble (sí, aquel que antaño se anunciaba en la radio y la televisión con una pegadiza canción sobre un africano tropical que traía sabor a sábado por la tarde), que ahora lleva "pepitas" que no se disuelven, dos niños, un chico y una chica,  ven caer el chocolate como si de copos de nieve se tratase, a través de unos extraordinarios ventanales de un también extraordinario chalet.
Los chavales bajan entusiasmados unas extraordinarias escaleras de sublime parquet en busca del codiciado tesoro chocolateado para el desayuno...
Me pregunto qué pensarán las familias que en nuestro gran país lo están perdiendo todo del dichoso cacao de las pepitas...
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Escuchar la radio de camino al trabajo es peligroso. El riesgo de llorar a mares con las noticias es elevadísimo debido a la pérdida total de visibilidad en la carretera. Y en la vida.

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A lo mejor me he equivocado de oficio, vocación o estilo de vida. A lo mejor soy demasiado alta o demasiado rubia (de bote), o me pinto demasiado los ojos...
A lo mejor frecuento demasiados saraos literarios y demasiadas redes sociales.
Pero es que soy hija única, y me metí a poeta para que me quisieras, para que me quisiérais, para que me quisieran.
A lo mejor soy una egocéntrica y una mediocre. Es lo más seguro.
Intentaré ser discreta, y creeré en otros dioses.
A partir de ahora negaré estar en antologías, rehusaré las invitaciones e intentaré fingir que quiero pasar desapercibida.
Estoy perdiendo el norte. Y ya se sabe lo que ocurre cuando uno se desorienta: llega la sequía.

martes, 8 de noviembre de 2011

A lo mejor piensa que soy una señora respetable

Él vive justo frente a mi casa. Suelo verlo entrar y salir. Pasea a sus perros, saca la basura, marcha al trabajo, vuelve del trabajo, entra, sale, entra, sale,...
Desde la ventana de mi dormitorio puedo ver la ventana de su cocina. Desde la ventana de mi cocina, veo la ventana de su dormitorio. Vive con su novia, pero a ella no la miro. Tampoco la veo.
Suele cocinar en slip. Debe hacerlo adrede, para que yo adivine sus atléticas formas a través de la persiana. La persiana que nunca cierra, porque hace calor. Hace calor...
Se recoge las larguísimas rastas rubias en un moño alto. Parece un efebo, un samurai (yo contengo el impulso de gritarle bravo, a lo Vicky Larraz, temo que me oiga).
Con precisión de cirujano pela las zanahorias, corta en juliana los pimientos, la cebolla, el ajo en trocitos, muy finos, como sus dedos... y va desgranándome las ganas.
Él vive justo frente a mi casa. Sale, entra, entra y sale.
Suelo verlo vivir, lo observo con ansiedad pecaminosa.
Él me da las buenas tardes, si alguna vez me mira, sin verme.
A lo mejor piensa que soy una señora respetable.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Inventario de enemigos

Lo malo de querer quedar bien con todo el mundo es la cantidad de explicaciones que se deben repartir a diestro y siniestro. El resultado casi siempre, es el opuesto: el quedar mal con casi todo el que se harte de escuchar excusas.
Curiosamente, las personas que jamás dan explicaciones, con sobredosis de amor propio (pasando el límite hacia el egoísmo las más de las veces) con un carácter desagradable a diario (puedo dar nombres, pero no lo veo necesario) son populares y respetadas, sí, respetadas. Si esas personas tienen un día un gesto amable, se valora tanto que el resto de gestos inoportunos (u oportunos, según se mire), son perdonados.
Este indulto de la gente no llega para quienes se esfuerzan en ser amigos universales. Paradojas de la vida.

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Las redes sociales son venenosas. Desde que me enganché, he vivido menos. Estoy pensando en suicidarme virtualmente, para renacer en lo real. Haré acopio de fuerza de voluntad.

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En estos días, cuando mi trabajo maternal a tiempo completo me lo permite, busco tiempo también para idioteces, tan propias de mi carácter, como por ejemplo "hacer inventario de amigos".
Lo suelo hacer, como si de un balance vital se tratara, cada cierto tiempo, y lo triste es que más veces de las que me agradaría reconocer, hay nombres de menos en mi lista personal.
Así que he cambiado el tercio. Toca hacer inventario de enemigos, que a lo mejor y a la larga, es más productivo e interesante, a la par de divertido si se le sabe sacar el jugo a las razones que llevan a algunos a desmarcarse de mi círculo, o a mí misma a echarlos amablemente de una patada, en sentido figurado, naturalmente.
Al principio era muy fácil: algún pretendiente despechado y suficientemente cabreado como para mantener su frustración en el tiempo, alguna fémina despechada también por mi suerte en el amor (en contadas ocasiones si me refiero al pasado, claro), algún compañero que envidió mi horario, o los cursos privilegiados que me habían correspondido en sorteo (santísima buena suerte), y muchos motivos que siempre acababan sabiéndose, y que, a pesar de la pesadumbre que dejan en el espíritu, me permitían respirar tranquila.
Lo peor es cuando la cosa se complica, y los odios germinan y florecen por doquier como malos hierbajos o como flor rara y silvestre que surge de pronto en el arcén de la carretera secundaria en que a veces se convierte la vida.
De estas animadversiones es complicado librarse, al igual que las manchas de vino tinto sobre un mantel blanco son capaces de estropear, al menos estéticamente, la más distendida y alegre de las citas.
Y ahí están. Y hay que vivir con ellos y ellas, e incluso aprender a convivir.
Por eso es conveniente hacer de vez en cuando, de tarde en más tarde todavía si cabe, inventario de enemigos conocidos, para ir cerrando el cerco a aquellos que no se conocen y son peligrosos. Es mejor tener cerca a los enfermos de envidia o aburrimiento, porque pueden enrarecer el aire hasta hacerlo irrespirable, y lo que es peor, contagiarnos.