miércoles, 14 de diciembre de 2011

Hombres en chándal

Tampoco es que una sea maniática.
Puedo tolerar muchas cosas en los hombres: el vello en ciertos lugares donde no debería estar. Que tengan una constitución que no les permita lucir una espalda
"extensa como una pradera por donde puedan pasearse los búfalos y los heliotropos", como soñaría Gioconda Belli en su poema Receta de varón...
Incluso encuentro morbo en la fealdad masculina que enciende en mí extraños instintos, desatando, entre otras muchas pasiones, la más sincera ternura.
Pero si hay algo que no soporto es el chándal.
Entiendo que, a no ser que el ejemplar esté de concentración con algún equipo de fútbol o se trate de un deportista de élite en pleno entrenamiento, es innecesario el uso de esta prenda. Y menos para ir al cine un viernes por la noche o a tomar una caña al centro.
Haberlos haylos.
A lo mejor sí que soy una maniática, y será cosa de la edad, pero yo los prefiero elegantes.

 ...........................................................................................................................

En el blog de mi amigo JMBA leo que lo mejor es estar muy ocupado. Así se aleja, aunque sea de momento, a los depredadores del tiempo ajeno.
Tiene razón. 
A esta reflexión sumo la necesidad de aprender a utilizar el adverbio que se me antoja más complicado, el de negación absoluta.
El "no" es el espanta - vampiros más potente que conozco. 


miércoles, 7 de diciembre de 2011

El libre albedrío

Setenta y tantos temas. Programación didáctica. Aplicaciones prácticas. Defensa de la dignidad profesional ante un tribunal de colegas extenuados. Noches sin dormir, días sin vivir. Encarnizada competición. Algunos cabellos de menos en la cabeza y de más sobre la almohada. Dolor de estómago crónico... para llegar a la conclusión de que no he aprendido nada y de que lo necesario, realmente, es una formación específica docente que dote de recursos a nuestras bienintencionadas almas ante un aula repleta de individuos cabreados, muchas de las veces casi salvajes (el casi es prescindible dependiendo de los centros) que no quieren estar allí.
En fin. Menos mal que hay inspectores  de educación alérgicos a la tiza que nos solucionan la vida... (entiéndase la ironía).

.................................................................................................................................
Suelo tener mala suerte con los bares nuevos. Ayer mismo se confirmó mi sospecha: soy gafe del todo.
El libre albedrío, en mi caso, se confunde con una falta total de eficacia, y decencia por parte del personal de mi nueva aventura en la hostelería gaditana de paseo marítimo y día de fiesta. Me dejaron abandonada casi dos horas, bajo un sol de justicia (el nuevo local no tiene paredes, y es chuli piruli) y una triste cerveza sin alcohol. Mientras, delante de mis excitadas narices por el olor de los crujientes de berenjena y queso que pedí y que nunca llegaron, pasaban platos y más platos, raciones y más raciones que siempre iban a otras mesas.
Para mi sorpresa y consuelo, había más descontento en el ambiente. No estaba sola en la batalla. Observé como familias enteras claudicaban a la desesperación y optaban por irse al bar de enfrente.
El camarero, cuando pedí la cuenta, se disculpó, muy apurado aparentemente. Pero no dudó en apuntarme una cerveza de más. Lo reclamé, educadamente. 
No volveré.

..................................................................................................................................



lunes, 5 de diciembre de 2011

Reconociéndome

Empiezo a aprender qué es mi reflejo. Desde hace unos meses experimento una regresión al estadío del espejo que proponía Lacan, y como un bebé escudriño mis formas nuevas cayendo a plomo sobre las antiguas, en una suerte de extraño narcisismo masoquista.
Me cuesta visualizar cómo era mi cuerpo, antes de la cicatriz que me corona el monte de Venus. 
Sólo me reconozco cuando mi imagen y mi vida se completan, teniéndola a ella en brazos.

                                                                  .................




jueves, 1 de diciembre de 2011

Los dedos fríos

Balzac fue asesinado en la escuela, donde todos los poetas son asesinados. Henry Miller. 

Hace unas semanas le entregué mi último manuscrito a un par de buenos amigos y grandes poetas.  Lo vengo haciendo desde que tengo sentido del ridículo.
Ellos son profesionales, minuciosos, exquisitos. Y así fue su crítica a mi humilde racimo de versos: exquisita, minuciosa y profesional.
Con lupa, observaron mi juego lírico, la métrica, a veces torpe. Los silencios y los espacios llenos.
Escudriñaron, con mi consentimiento (obvio), las palabras que yo había intentado hilar para crear un objeto literario hermoso.
Tacharon lo que no servía. Cortaron de aquí. Pegaron de allá. 
Un encomiable trabajo, sin duda, que admiro y agradezco infinitamente porque yo no sería capaz de ser tan valiente en terrreno ajeno cuando alguna vez algún alumno me ha pedido que corrija, que critique, que sea feroz..
Y mi cobardía reside en la constatación de este sentimiento que ahora me invade: la desolación.
Mentiría si afirmase que he aprendido inmediatamente de estas críticas. Más bien no.
El aprendizaje que estoy experimentando esta vez, es mucho más profundo que cambiar un par de versos de sitio, enderezar un endecasílabo mal acentuado u otorgar más o menos unidad a un poemario casi acabado.
Estoy aprendiendo humildad. Y en ese camino se pierden muchas cosas. Una de ellas es el entusiasmo y el apasionamiento inocente de quien escribe constantemente y se siente bien, orgulloso, especial, único y con el ego inflado (sin llegar a la obesidad mórbida que ya mencioné en entradas anteriores), propio de quien al firmar como "poeta" piensa que ya no hay nadie como él. 
Yo una vez me sentí así (y no negaré que ese sentimiento es dulce y adictivo). Permití, y aún me sigue tentando continuar permitiéndolo, que me doraran la píldora. 
Ahora sé que eso sólo me lleva al estancamiento, a la involución y no al crecimiento.
No estoy escribiendo nada. No puedo. Esto me enfada, merma mi autoestima. Pero estoy leyéndolo todo. Revisando, puliendo, intentando mejorar aquello mejorable.
Pero en este trance temo perder la esencia mágica de quien se entrega a la escritura automática.
La musa no pone su mano en mi mano. Ahora me dicta desde lejos.
A lo mejor es más profesional, pero se me quedan los dedos fríos.