Puedo tolerar muchas cosas en los hombres: el vello en ciertos lugares donde no debería estar. Que tengan una constitución que no les permita lucir una espalda
"extensa como una pradera por donde puedan pasearse los búfalos y los heliotropos", como soñaría Gioconda Belli en su poema Receta de varón...
Incluso encuentro morbo en la fealdad masculina que enciende en mí extraños instintos, desatando, entre otras muchas pasiones, la más sincera ternura.
Pero si hay algo que no soporto es el chándal.
Entiendo que, a no ser que el ejemplar esté de concentración con algún equipo de fútbol o se trate de un deportista de élite en pleno entrenamiento, es innecesario el uso de esta prenda. Y menos para ir al cine un viernes por la noche o a tomar una caña al centro.
Haberlos haylos.
A lo mejor sí que soy una maniática, y será cosa de la edad, pero yo los prefiero elegantes.
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En el blog de mi amigo JMBA leo que lo mejor es estar muy ocupado. Así se aleja, aunque sea de momento, a los depredadores del tiempo ajeno.
Tiene razón.
A esta reflexión sumo la necesidad de aprender a utilizar el adverbio que se me antoja más complicado, el de negación absoluta.
El "no" es el espanta - vampiros más potente que conozco.