lunes, 9 de julio de 2012

Las explicaciones que no deben darse

Las enfermedades del cuerpo no están tan mal vistas como las del alma.
Todos los inviernos padezco algún que otro resfriado, o a lo mejor me ataca una gripe más o menos virulenta, dependiendo del número y el estado de las defensas en el campo de batalla.
Voy a mi médico de cabecera, me receta algo quizás efectivo, y en el peor de los casos me ordena la baja temporal hasta que me cure y mi organismo recupere su "normalidad", por llamarlo de algún modo.
Pero cuando el mal es otro, no se sabe a qué médico acudir.
Un psiquiatra no me sirve, porque con medicación anti-depresiva no se diluye el desengaño generalizado ni se cura la misantropía.
Un psicólogo no me sirve, porque con psicoanálisis y cuestionarios no me arreglará los desperfectos crónicos en el espíritu que son producto del ir viviendo día a día, creciendo a duras penas, avanzando cuando a una le dejan.
Y ahora estoy curándome poco a poco, lamiéndome yo misma heridas que ya no sangran porque se secaron, pero duelen, y siguen abiertas.
Observo cómo es todo, y cómo son algunas personas, con unos ojos enfermos de ingenuidad patológica.
El miedo me traspasa, como un rayo, desprevenidamente, y temo por mi hija.
Yo no quiero que sea como yo. Que sienta un ansia por expresar lo que siente más allá de su voluntad. Que sienta el aroma y el sabor del mundo de forma tan intensa que llegue a paralizarla. Que vea a través de todo y que lea entre líneas, y deba callar, para que no le hieran, para que no consigan matarla, de un golpe certero en medio de su sombra.
Descubrí que había redes, más de mentiras que de personas. Y ahí empezó este agotamiento súbito que me ha helado la imaginación, ahora tan yerma como nunca lo estuvo en mis pesadillas.
Convertí mi alma en diana, del veneno de los otros.
Pero zafé mis manos de todas las ataduras invisibles que amarran a los hombres entre sí condenándolos a ser ruines, por escapar a costa de la buena fe de alguien que quizás ni conozcan.
Mi abuela me habló de las serpientes.
Ahora las conozco bien, pero no puedo evitar que me sigan sorprendiendo si doy un mal paso, y salgan a mi encuentro, a traición, de entre la maleza.
Me siguen mordiendo los tobillos. Pero sólo los tobillos.
Las explicaciones no deben darse, porque como reza el tópico, aquellos que te aman no las necesitan, y los que no te aman, no las creen. Al resto le es indiferente.
Pero quizás es la cura de mi alma. Las palabras que se lleva el mismo viento, que con un poco de suerte, arrastrará mi dolor.