miércoles, 10 de octubre de 2012

Verdades y tristezas

Ser tan volubre. Sufrir, sufrir, sufrir. Gozar, gozar, gozar.

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Es un alivio que aquí no se celebren bailes de fin de curso al estilo de las películas norteamericanas. Sí. Me refiero a esos bailes donde se estrena vestido, y el chico recoge a la chica, le regala un brazalete, una flor, y juntos marchan al polideportivo del instituto a bailar al amor de un bola de espejos y una orquesta.
Menos mal que a mis dieciséis años no había bailes.
Aún hoy busco en el espejo a una chica sobrada de peso y falta de estima. Ya no la encuentro. Pero sé que ella me busca.

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Atónitos ojos los que miran a través de mi tiempo y tu silencio.
Huyó el frío que nos provocaba abrazos, en cascada, haciéndonos saltar frente a los escaparates de las librerías, donde una vez me prestaste un pequeño sueño de papel.
Huyó el frío, porque el calor es más fuerte, y si quema, mejor. Ya se sabe que en el infierno, el fuego, es bienvenido y las lisonjas de los extraños queman, arrasan hectáreas boscosas de confianza (la que nos teníamos a la sombra, entre susurros, envueltos en suave vapor).
Hay demasiado ruido. Pero la verdad no se grita. Ni el cariño se impone.
Mejor espero a que regreses con un poema de agua. Quizás sean los versos los que me defiendan.

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Ante mis cuitas, los amigos y los que no lo son tanto, creen aconsejarme bien.
"Yo no me meto en problemas". "A mi esas cosas no me ocurren". "Pasa de todo". "Yo no tengo enemigos".
Argumentos que recojo y guardo en mi caja de los pesares, donde almaceno primorosamente el dolor, por si le sirviera a alguien.
Ellos se engañan, o quizás me engaño yo.
Mi envoltura es muy visible, y mis carnes, contundentes. Pero la fragilidad rotunda de mis pasos se deshace cada noche, para rehacerse en la mañana, cuando al despertar recuerdo que es cierto, que hay desamistad y hay desamor.
Yo tampoco me meto en problemas. Hablé de aquel, de aquella, de uno o de otro, como todos. Y hechos son amores, y las palabras no se las lleva el viento, qué va. El viento me las trae, de vuelta, más rabiosas, y me despeinan la vida entera.
Siempre hubo conjuras. De los anodinos no se habla en los mentideros.
Resignación, me digo. Si tengo enemigos, es porque me aman apasionadamente.



 

lunes, 9 de julio de 2012

Las explicaciones que no deben darse

Las enfermedades del cuerpo no están tan mal vistas como las del alma.
Todos los inviernos padezco algún que otro resfriado, o a lo mejor me ataca una gripe más o menos virulenta, dependiendo del número y el estado de las defensas en el campo de batalla.
Voy a mi médico de cabecera, me receta algo quizás efectivo, y en el peor de los casos me ordena la baja temporal hasta que me cure y mi organismo recupere su "normalidad", por llamarlo de algún modo.
Pero cuando el mal es otro, no se sabe a qué médico acudir.
Un psiquiatra no me sirve, porque con medicación anti-depresiva no se diluye el desengaño generalizado ni se cura la misantropía.
Un psicólogo no me sirve, porque con psicoanálisis y cuestionarios no me arreglará los desperfectos crónicos en el espíritu que son producto del ir viviendo día a día, creciendo a duras penas, avanzando cuando a una le dejan.
Y ahora estoy curándome poco a poco, lamiéndome yo misma heridas que ya no sangran porque se secaron, pero duelen, y siguen abiertas.
Observo cómo es todo, y cómo son algunas personas, con unos ojos enfermos de ingenuidad patológica.
El miedo me traspasa, como un rayo, desprevenidamente, y temo por mi hija.
Yo no quiero que sea como yo. Que sienta un ansia por expresar lo que siente más allá de su voluntad. Que sienta el aroma y el sabor del mundo de forma tan intensa que llegue a paralizarla. Que vea a través de todo y que lea entre líneas, y deba callar, para que no le hieran, para que no consigan matarla, de un golpe certero en medio de su sombra.
Descubrí que había redes, más de mentiras que de personas. Y ahí empezó este agotamiento súbito que me ha helado la imaginación, ahora tan yerma como nunca lo estuvo en mis pesadillas.
Convertí mi alma en diana, del veneno de los otros.
Pero zafé mis manos de todas las ataduras invisibles que amarran a los hombres entre sí condenándolos a ser ruines, por escapar a costa de la buena fe de alguien que quizás ni conozcan.
Mi abuela me habló de las serpientes.
Ahora las conozco bien, pero no puedo evitar que me sigan sorprendiendo si doy un mal paso, y salgan a mi encuentro, a traición, de entre la maleza.
Me siguen mordiendo los tobillos. Pero sólo los tobillos.
Las explicaciones no deben darse, porque como reza el tópico, aquellos que te aman no las necesitan, y los que no te aman, no las creen. Al resto le es indiferente.
Pero quizás es la cura de mi alma. Las palabras que se lleva el mismo viento, que con un poco de suerte, arrastrará mi dolor.

lunes, 23 de enero de 2012

Altruísmo

Creo que no tengo mal carácter. Me cuesta horrores dar una negativa rotunda. No me agrada la frustración ajena. La propia, tampoco, pero me acostumbré a convivir con esta sensación, asumiendo que me será difícil toparme con alguien igual que yo, que me lo remedie...
Y de esta característica, de esta fama de "buena gente" abusa más de uno (genérico, el masculino, claro).
Si a ello sumamos la esmerada educación que me dieron mis padres, los valores inculcados desde la más tierna infancia, mi idiosincrasia natural con tendencia a la hiperactividad, la creatividad mal canalizada además de mi nivel más bien bajito de inteligencia emocional (prueba de ello y que sirve de ejemplo es la existencia de este blog), el resultado es una verdadera bomba de relojería, de puro altruísmo.
En mi caso es porque salí cultureta, y entrego mi vitalidad y mis sobredosis de cafeína a urdir libros, encuentros culturales y acontecimientos varios, para quitarme la sed y el hambre de conocimiento y de arte, por amor al susodicho, claro, porque para saciar el hambre de otro tipo no llega.
Al principio me halagaba, y me llenaba de orgullo eso de que "felicidades, qué buen trabajo, y además, de forma altruísta".
Pero la cosa cambió cuando me lo dijo la misma persona, tres veces, en el mismo lugar. Pero yo ya no era altruísta, sino idiota (con mis tribulaciones, claro). Pero esto lo percibí desde el principio. A lo mejor no esperé nunca un pago económico (ni un ramo de flores, qué detalle).  Y de percibirlo, lo constaté del todo, cuando para colmo, era yo la que debía dar las gracias.

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El otro día recibí un accésit en un premio de poesía. Se supone que un accésit te da acceso a algo... yo me lo tomaré como un acicate para buscarle una hora más a cada día para seguir escribiendo. Sin confiarme, nunca.

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Sufro un trauma muy extraño: temor a las asociaciones.
Será porque un día conocí a personas muy pobres de espíritu en una, de tantas.
Me mantengo lejos de las aglomeraciones, también, no sea que me las encuentre.

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Te veo crecer,  y no estoy preparada. Nunca lo voy a estar. A veces tengo tanto miedo...
Me siento tan pequeña como tú. Pero soy tu madre. MADRE: palabra gigantesca.
Y mientras duermes sobre mi pecho, sueño que tú me llevas de la mano, que tú me guías, como yo estoy aprendiendo a guiarte a ti. Yo a ti por el principio. Tú a mí hasta el final.

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domingo, 15 de enero de 2012

Naufragios

Estamos en el primer centenario del hundimiento del Titanic. Y como si de una extraña maldición se tratase, no paran de accidentarse barcos.
Adriano III se adelantó unos meses para avisarnos: este es sólo el principio. Colisiones en el Estrecho, petroleros rotos vomitando crudo al océano...
Hace un par de días fue un crucero, el Costa Concordia, con cerca de cuatro mil personas a bordo. Encalló, y se llevó tres vidas, de momento. A la espera estamos de recibir la mejor de las noticias cuando aparezcan sanos y salvos todos aquellos de los que aún no se sabe nada
Y en todo esto veo una espeluznante metáfora: seguimos evadiéndonos, embarcados en la burbuja del bienestar, insumergible, como el coloso de la White Star Line, en 1912,  mientras preferimos ignorar que ya encallamos hace tiempo, y que nuestros capitanes, uno tras otro, nos abandonan demasiado pronto, incapaces de gobernar la nave irremediablemente yéndose a pique.

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A vueltas con el Titanic, se me ocurrió, hace unos meses, comentar en un discurso de apertura de uno de esos encuentros culturales que yo organizaba (cuando tenía tiempo, fe y ganas), que mientras todo se hunde a nuestro alrededor, la gente de y por la cultura, pretendíamos emular a esos músicos que no dejaron de tocar (mito o realidad, preguntémosle a James Cameron que es quien más sabe del tema...), pese a que las fauces del Atlántico Norte se abrían amenazantes para engullir la leyenda.
Se me tachó de políticamente incorrecta. Y bueno, me sorprendió el veredicto.
Una servidora, por supuesto, no se refería al hundimiento de ningún partido político. Bien saben los dioses que nada tengo que ver con ese tipo de asuntos. Soy una ignorante en cuanto a protocolo. Lo mío es otra cosa. Sólo hablaba de cultura, y claro, de malos tiempos. Pero los hay susceptibles, más aún cuando oyen verdades como puños cuando no les conviene en absoluto. Son los mismos que están a la defensiva, simplemente por tener mala conciencia. Allá ellos.

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El placer es: las papas fritas con huevo, a los kebabs del Tele Shawarma (en Bahía Mar), a la pizza de Il Machinino (en Vejer, altamente recomendable), a los barcos (estos no se hunden) de sushi, a los "toritos" del Piquislavis, al helado de manzana del Fogón del Guanche,  al tiramisú de mi Pepe (aqui el sentido de la propiedad roza lo hortera, pero me encanta), a los pasteles marmolados del Lidl (otro guiño hortera), al pollo tikka masala de La Canela (en el Novo Sancti Petri, aunque tendre al nuevo restaurante indio de la calle Plocia...), al jamón  y las tortillas del Veedor, al bacalao dorado de El Chato, a las albóndigas de La Fábrica (en Riotinto, donde pronto volveré), al paté de cabracho de mi madre, al arroz negro de El Faro, al pan de la casa de carne mechada del Bar Jamón,...

Son las pequeñas cosas, que más temo que me quiten. Por eso ya he renunciado a la talla treinta y ocho, para siempre. A disfrutar, que ya vendrán tiempos "peores"...

lunes, 9 de enero de 2012

Llegó el tiempo de conservarse

Es lo malo (o lo bueno, según se mire) de tener un blog: la necesidad de actualizarlo de forma periódica. Es el espíritu de diario que tienen estos espacios. Un lastre más. Aunque un lastre placentero.
Uno de los propósitos para el nuevo año es el de sacar tiempo para escribir más. No lo cumpliré, pero al menos la ilusión me mantiene alerta y bien alimentada.

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Mis niveles de angustia suben en estas fiestas, que ya son pasado (por tres días, menos mal).
Angustia por no poder felicitar a cada una de las personas que quiero, por falta de tiempo (y a veces de ánimo, todo hay que decirlo). Angustia por no acertar con los regalos y por la capacidad de mi bolsillo. Angustia por quedar bien, más o menos, con mi suegra. Angustia y remordimientos por ser capaz de engullir en una sola cena, todas las calorías equivalentes a una semana. Angustia por llegar a tiempo a las citas. Angustia y tristeza porque en Navidad, las ausencias se convierten en sombras gigantescas, a pesar y por encima de tantas luces, en todos los rincones...

Y hoy tengo una extraña sensación, como de resaca. Las fechas señaladas no fueron tan negativas, al fin y al cabo.
Como cada año, me invade una terrible melancolía mientras guardo en su caja el abeto de plástico, ya despojado de sus adornos o limpio a conciencia las suelas de los zapatos de los restos de caramelos de la cabalgata de Reyes y las huellas de los buenos momentos.

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El otro día un compañero me preguntó mi edad.
Me halagó su cara de sorpresa. Me atravesó de punta a punta escuchar por primera vez en mi vida que la sorpresa se debía a mi "capacidad" de llevar  tan bien "tantos años"...
Parece ser que pasados los treinta ya se entra en la etapa de las conservas... qué estupidez.
¿Treinta y tres? Qué bien te conservas Charo...
Automáticamente me sentí como un fósil.