domingo, 15 de enero de 2012

Naufragios

Estamos en el primer centenario del hundimiento del Titanic. Y como si de una extraña maldición se tratase, no paran de accidentarse barcos.
Adriano III se adelantó unos meses para avisarnos: este es sólo el principio. Colisiones en el Estrecho, petroleros rotos vomitando crudo al océano...
Hace un par de días fue un crucero, el Costa Concordia, con cerca de cuatro mil personas a bordo. Encalló, y se llevó tres vidas, de momento. A la espera estamos de recibir la mejor de las noticias cuando aparezcan sanos y salvos todos aquellos de los que aún no se sabe nada
Y en todo esto veo una espeluznante metáfora: seguimos evadiéndonos, embarcados en la burbuja del bienestar, insumergible, como el coloso de la White Star Line, en 1912,  mientras preferimos ignorar que ya encallamos hace tiempo, y que nuestros capitanes, uno tras otro, nos abandonan demasiado pronto, incapaces de gobernar la nave irremediablemente yéndose a pique.

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A vueltas con el Titanic, se me ocurrió, hace unos meses, comentar en un discurso de apertura de uno de esos encuentros culturales que yo organizaba (cuando tenía tiempo, fe y ganas), que mientras todo se hunde a nuestro alrededor, la gente de y por la cultura, pretendíamos emular a esos músicos que no dejaron de tocar (mito o realidad, preguntémosle a James Cameron que es quien más sabe del tema...), pese a que las fauces del Atlántico Norte se abrían amenazantes para engullir la leyenda.
Se me tachó de políticamente incorrecta. Y bueno, me sorprendió el veredicto.
Una servidora, por supuesto, no se refería al hundimiento de ningún partido político. Bien saben los dioses que nada tengo que ver con ese tipo de asuntos. Soy una ignorante en cuanto a protocolo. Lo mío es otra cosa. Sólo hablaba de cultura, y claro, de malos tiempos. Pero los hay susceptibles, más aún cuando oyen verdades como puños cuando no les conviene en absoluto. Son los mismos que están a la defensiva, simplemente por tener mala conciencia. Allá ellos.

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El placer es: las papas fritas con huevo, a los kebabs del Tele Shawarma (en Bahía Mar), a la pizza de Il Machinino (en Vejer, altamente recomendable), a los barcos (estos no se hunden) de sushi, a los "toritos" del Piquislavis, al helado de manzana del Fogón del Guanche,  al tiramisú de mi Pepe (aqui el sentido de la propiedad roza lo hortera, pero me encanta), a los pasteles marmolados del Lidl (otro guiño hortera), al pollo tikka masala de La Canela (en el Novo Sancti Petri, aunque tendre al nuevo restaurante indio de la calle Plocia...), al jamón  y las tortillas del Veedor, al bacalao dorado de El Chato, a las albóndigas de La Fábrica (en Riotinto, donde pronto volveré), al paté de cabracho de mi madre, al arroz negro de El Faro, al pan de la casa de carne mechada del Bar Jamón,...

Son las pequeñas cosas, que más temo que me quiten. Por eso ya he renunciado a la talla treinta y ocho, para siempre. A disfrutar, que ya vendrán tiempos "peores"...

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